domingo, 7 de septiembre de 2008

La juventud es un problema de tránsito



Pablo Alabarces
01.09.2008


Hace quince días un lector virtual muy inquieto se enojó por una referencia a mis hijos: “Hoy están más interesados en otras cosas, que aún no sé cuáles son”, dije, y eso irritó a algún celoso censor que sospechó descuidos y perdiciones. Tengo, entonces, que rectificar lo que era apenas un truco retórico y afirmar: suelo saber en qué están. Por ejemplo, si todavía estuvieran en el secundario, estarían tomando su colegio, como lo hicieron en otro momento con mi aprobación entusiasta y lo hubieran hecho sin ella. Y esto quiere ser también una respuesta diferida a un taxista que hace una semana me decía, respecto de las primeras tomas, “no quieren las amonestaciones, esto es una joda”, preanunciando el inevitable reclamo de mano dura. Pero como no lo dejé, respondiendo que era por las becas como antes había sido por la calefacción, prefirió el argumento inefable: “Mire, vea, cuando yo iba al colegio no había estufas”. Y no es argumento sólo de taxistas: lo he visto por escrito entre los lectores de La Nación. Como buenos conservadores, proponen el regreso a todos los anacronismos, entre los que estarán, cómo dudarlo, los castigos corporales.


Lo que esta nueva crisis pone en escena ante quien quiera leerla es que seguimos siendo una sociedad que no sólo no tiene la menor idea de qué pasa por la cabeza de sus chicos y chicas, sino que no piensa preguntárselo ni averiguarlo por otros medios que no sean la apelación a la autoridad y al orden. Nuestros y nuestras adolescentes –y la categoría se extiende también a los mayores de veinte, que adolecen de otras cosas– vagan por el mundo haciendo lo mejor que pueden (que no es mucho) ante la mirada condenatoria del mundo adulto.


La respuesta frente a tanto síntoma –las tomas son apenas uno de ellos– suele ser, como en los lectores de La Nación, la apelación al ejemplo remoto de un pasado que se ha transformado, y justamente por la acción de los mismos adultos que lo rememoran como si nada hubieran (hubiéramos) tenido que ver con sus cambios. De allí derivan tantas frases hechas que asustan: la preferida es la celebérrima “no hay que confundir libertad con libertinaje”, lugar común de un derechismo irredento que añora el verde oliva sin animarse a confesarlo (porque, afortunadamente, sigue quedando mal hacerlo).


Los chicos y chicas no son libertinos: son víctimas. De todo lo que les pasa. Claro: beben hasta el hartazgo, fuman como sapos, se drogan (menos de lo que creemos los adultos, más de lo que deberían), odian la escuela y la universidad, adoran el fútbol y el rock y la cumbia porque les permiten identificaciones fáciles y placeres intensos –el baile, el contacto sudoroso de los cuerpos, la sexualidad, la violencia– y placeres indiscutibles, porque se basan en el cuerpo, que es lo único innegable, junto a la “pasión”, aquello que evade el caretaje del mundo adulto. Odian el estudio porque sus profesores suelen ostentar un desconcierto poderoso que los magros salarios no hacen sino agravar: y entonces, como respuesta a la crisis, Scioli y Macri ratifican que no van a aumentarlos.


Los chicos y chicas tienen pocas convicciones, y son una peor que la otra: saben que el mundo que viene es peor, saben que su futuro es negro, saben que la única garantía de éxito es la herencia y no el estudio –justamente, el modelo Scioli y Macri–, saben que nada les gusta y que pueden morir quemados en un recital, a pesar de lo cual siguen yendo, perseverando en el desconcierto, expuestos a que cualquier tarado diga que la culpa es del que tiró una bengala. Y para colmo, cuando les sale lo mejor –que también lo tienen, solidarios e irreverentes, creativos e insurrectos, inconformes porque el número de DNI se los exige– los adultos los miran y les dicen: libertinos, puñado de izquierdistas, vaya a cucha, qué juventud perdida, un poco de mano dura, son unos pocos, la manzana podrida, cuando yo era joven.


Los chicos y chicas no saben para dónde disparar. Y los adultos afirmamos que deberían saberlo, aunque nosotros mismos no lo sepamos. Lo único que nos animamos a balbucear es nuestro propio ejemplo, “debieran imitarnos”, repetir nuestras virtudes: seguir siendo, en suma, una sociedad conservadora, cobarde, discriminadora, racista y que se dedicó alegremente a matar a sus hijos.

Un destino que, evidentemente, los chicos y chicas que han tomado sus colegios no desean. Enhorabuena. Mientras tanto, mientras escribo esto, Clarín señala que el mayor peligro de estas actitudes juveniles es que, apenas, causan enormes disturbios en el tránsito. Y los lectores consecuentes entenderán mejor por qué me enojé tanto con High School Musical.


Comision x la memoria
Normal nº4



Unidos somos fuertes
organizados invencibles


¡PATRIA O MUERTE!

¡¡VENCEREMOS!!